En el papel, la actividad minera —desde la exploración de los minerales hasta su promoción— es de utilidad pública e interés social. La misma Corte Constitucional manifestó en una sentencia de 2018 que los recursos naturales no renovables del subsuelo deben beneficiar a la población y contribuir al interés general. Lo anterior significa que esta actividad no solo debería generar riqueza, sino también responder a la conservación ambiental y a la protección de los derechos humanos, como fines a los que el Estado debe responder
Sin embargo, por fuera del papel, muchos factores influyen para que estos mandatos constitucionales no se cumplan. Nuestra directora de la línea Justicia Ambiental, Laura Santacoloma, investigó al respecto, y en su nueva publicación ‘Cuando lo esencial es invisible al Estado: derechos fundamentales y megaminería’ identificó algunas deudas históricas y desafíos más importantes que tiene Colombia respecto a esta actividad.
Según indagó, muchos de estos problemas, que deberían atenderse de forma urgente en un contexto de crisis humanitaria y climática, están relacionados con fallas estructurales del Código de Minas. Esta normativa (Ley 685 de 2001) lleva más de dos décadas estimulando fuertemente la minería de gran tamaño, aunque esto haya significado desbalancear los frágiles equilibrios ecológicos y comunitarios del país. Además, si bien existe una Estrategia Nacional para los Derechos Humanos (2014-2034) que funciona como base normativa de la Política de DD. HH. del sector minero energético, esto tampoco se ha traducido en una disminución de conflictos socioecológicos o en una reducción de riesgos para los defensores y defensoras del medio ambiente porque no tiene un enfoque en la prevención ni atención adecuada de conflictos.
A su vez, se presentan al menos tres tensiones entre la megaminería y el sistema constitucional: que los impactos de esta actividad amenazan de forma permanente a los municipios y sus habitantes dada la magnitud de sus amenazas, riesgos e impactos propios del gran tamaño de este tipo de proyectos, aunque existan numerosos planes, programas y otras normas para ordenar y gestionar el territorio; que hay un gravísimo déficit de participación ciudadana en asuntos ambientales,, lo que lleva a que se impongan decisiones contrarias al sentir de las comunidades, y que si bien existen procedimientos para medir el impacto ambiental de la minería, siguen faltando metodologías apropiadas para prevenir vulneraciones a los derechos fundamentales.
Una decena de problemas
Frente a la ausencia de leyes apropiadas que orienten el desarrollo sostenible del país, los jueces y sus fallos han sido fundamentales para dar otro rumbo a la actividad minera y para exigir los más altos estándares públicos. No obstante, en la relación entre megaminería y derechos humanos aún quedan dilemas por resolver que Laura Santacoloma documentó detalladamente en su investigación con el fin de que tomadores de decisión y academia tengan más elementos para fortalecer políticas públicas en esta materia. Algunos de estos dilemas son:
El Código Minero está diseñado para promover el crecimiento y estímulo de esta actividad y no para la prevención y el control de los riesgos, amenazas e impactos que provoca. No en vano, existen múltiples fallos de inconstitucionalidad contra la ley minera y llamados de la Corte Constitucional para que el Congreso incluya la protección de los derechos fundamentales y principios constitucionales en la norma.
El diseño legislativo para la minería de grandes dimensiones es insuficiente. Sus impactos ambientales significativamente mayores a los de otras formas de minería exigen un tratamiento proporcional y una mayor atención y dedicación de las instituciones del Estado.
La megaminería agota los recursos naturales y genera fuerte oposición en las comunidades. Esto se debe al uso de grandes cantidades de sustancias contaminantes, energía y agua; a la ocupación territorial y a la disrupción social, y a los altos riesgos de desastres.
Los grandes capitales de la megaminería no se integran al mercado local, y en cambio aumentan el poder transfronterizo privado. Estos recursos, que se presumen como inversiones, llegan en forma de tecnología para la ejecución del proyecto, pero no se ven reflejados significativamente en empleabilidad, regalías, impuestos y cadenas de mercado.
El control de la explotación minera está en manos de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), que, si bien es una entidad técnica, depende de la política de desarrollo sostenible de cada gobierno. Esto ha implicado fuertes tensiones entre la demanda social de más fuertes mecanismos de participación ambiental y la agilización de trámites para obtener licencia ambiental, según sea el impulso minero del momento.
El limitado acceso a información clara, oportuna e incluyente y la ausencia de mecanismos y herramientas de participación adecuadas se interponen a la transparencia e incidencia ciudadana en las decisiones públicas. Estas ausencias y debilidades se reflejan en el aumento de conflictos ambientales y en la fuerte tensión constitucional entre los poderes del Estado central y la autonomía de los municipios.
La participación ambiental para definir los usos del suelo está en vilo. La prohibición de realizar actividades mineras —aprobada por la consulta popular de Cajamarca (Tolima) y una decena de casos similares que le siguieron— prendió las alarmas de las empresas, que iniciaron un fuerte proceso litigioso para definir el alcance de este mecanismo de participación en la regulación de sus actividades. En 2018, la Corte Constitucional emitió un fallo en el que decidió que los movimientos ciudadanos no pueden desconocer la propiedad que tiene el Estado sobre el subsuelo y el Congreso deberá expedir una ley en esta materia.
Los derechos fundamentales a la participación ambiental y al acceso a la justicia ambiental no son posibles sin acceso a la información pública. Existe información técnica no sistematizada relativa al medioambiente y a las actividades extractivas que, si no está organizada, su disponibilidad está limitada y, en consecuencia, el derecho colectivo a gozar de un medioambiente está en permanente amenaza.
Aunque la Corte Constitucional ha señalado que la licencia ambiental es la principal herramienta de prevención y control de los daños que puedan generarse a la naturaleza y a las comunidades afectadas por un determinado proyecto, el proceso de licenciamiento es débil en asuntos como prevención de amenazas y vulneraciones a derechos humanos y medidas para la gestión de esos riesgos.
La evidencia muestra que el proceso de licenciamiento ambiental está diseñado para que los proyectos se autoricen. Según la ANLA, entre 2017 y 2021, del total de 35 solicitudes relacionadas con proyectos de gran minería, “dos de ellas tuvieron audiencia pública ambiental, a 25 de ellas se les otorgó licencia ambiental, a una de ellas se le negó la licencia ambiental y 9 de estas solicitudes fueron archivadas”.
¿Cómo resolver los dilemas?
La legislación minera está en deuda de adaptarse a los contenidos de la Constitución de 1991. De acuerdo con la investigación ‘Cuando lo esencial es invisible al Estado’, Colombia necesita un sistema más adecuado para medir el impacto de la megaminería en la mejora de las condiciones de vida de las comunidades que soportan las cargas de los proyectos mineros de grandes volúmenes.
La participación en asuntos ambientales es un elemento esencial de la justicia ambiental, cuyas condiciones solo se consiguen si las cargas y los beneficios de las decisiones públicas que inciden en el territorio son equitativamente repartidas. Para esto, dice el documento, es indispensable conocer las necesidades locales.
También se sabe que la megaminería requiere de un mayor volumen de información y la garantía de estándares de participación más complejos. Por tanto, la investigación sugiere la necesidad de que el país cuente con una política de acceso a la información ambiental intersectorial que permita fortalecer las competencias ciudadanas, según criterios diferenciales y necesidades locales.
Así mismo, la política pública debe trabajar por establecer mecanismos que permitan garantizar la independencia de instituciones como la ANLA en las decisiones sobre estándares que comprometen al sector privado y que tendrían que proteger derechos fundamentales y conservar el medioambiente.
Ahora, según la autora del documento, el acceso a la información es el mayor desafío que enfrenta la justicia ambiental. En ese sentido, es necesario definir las condiciones mínimas para la garantía efectiva de ese derecho, de tal manera que dialogue con factores culturales, tecnológicos y de suficiencia en el acceso. Entretanto, el Estado debe hacer un esfuerzo para armonizar la información técnica existente y producir aquella que es fundamental para el equilibrio de los ecosistemas y la garantía de derechos.
Para impulsar la democracia ambiental, además, el Gobierno nacional tiene la facultad de construir espacios de participación apropiados para que se tomen decisiones y se llegue a acuerdos con la ciudadanía. Pese a la ausencia de una ley, tener estándares adecuados puede conducir a la prevención de conflictos, a la reducción de su intensidad o incluso a su solución.
Finalmente, es necesario revisar y ajustar las políticas públicas de derechos humanos establecidas para los sectores vinculados con el uso y aprovechamiento de recursos naturales y con su conservación. Esto, con el objetivo de adoptar metodologías adecuadas que permitan identificar necesidades locales con impacto en los derechos de las personas.
Fuente: https://prensarural.org/
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