El enfado como responsabilidad social

El enfado como responsabilidad social

El enfado, una emoción universal y a menudo malentendida, se ha convertido en el centro de un debate que va más allá de lo personal y alcanza lo colectivo. Mientras algunos lo ven como una herramienta de denuncia y cambio social, otros lo desprecian en favor de un optimismo superficial. Sin embargo, como ya señalaba Aristóteles, enfadarse bien es un arte y, hoy más que nunca, es también un acto de responsabilidad social. En un mundo donde las injusticias siguen asolando a los más vulnerables, el enfado informado y dirigido puede ser la chispa que impulse transformaciones profundas.

“Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.” Aristóteles

El enfado es una emoción que algunos practican casi como “lema de vida”. El enfado vende, el aumento de la polarización es un reflejo de ello. Otros, sin embargo, la denostan y prefieren optar por un paraíso permanente del “buen rollo”, “buenismo” y “positivismo”.

¿Para qué sirve enfadarse? a veces de nada y otras de mucho. La citada frase de Aristóteles lo apunta claramente. Enfadarse bien, no solo no es sencillo, sino que es todo un arte. Diría más, es un ejercicio de responsabilidad social. Como toda emoción, el enfado nos informa de algo que está pasando, en concreto, nos pone en alerta ante una situación de ataque o abuso, real o imaginaria. Y, también, como toda emoción, el enfado es energía que pide acción, que nos incita a movernos para restaurar el equilibrio. Si sabemos activar el enfado, como enseña Aristóteles, estaremos poniendo freno y límites a conductas que vulneran nuestros derechos, que transgreden nuestros valores y que traspasan los límites de una buena relación y convivencia.

Gracias al enfado han surgido movimientos como el #metoo, se ha generó una movilización colectiva en España y, a nivel internacional, que desembocó no solo en la dimisión de Luis Rubiales, sino en el cuestionamiento de ciertas prácticas en el mundo del futbol y el deporte relacionadas con el abuso de poder y la discriminación de las mujeres. Porque el propósito del enfado es la denuncia y el cambio. Cuando nos enfadamos expresamos al otro que su conducta no está bien, que hace o nos hace daño, que conculca nuestros derechos, nuestros valores y le pedimos que cese en ella o la cambie. El enfado puede ser transformador, puede cambiar el rumbo de las cosas, mejorar nuestras vidas y las de los demás, mejorar la sociedad.

Alejandro Cencerrado, autor de “En defensa de la infelicidad”, experto en Estadística y Senior Data Scientist en el Instituto de Investigación de la Felicidad de Copenhague, en una carta dirigida al Diario El País[1] reivindica el poder del enfado y la indignación para luchar contra las injusticias: “Ante la injusticia, preocupémonos, no tratemos de calmar la rabia; y si lo hacemos, que sea saliendo a la calle o expresando nuestra indignación. Es lo que han hecho siempre los daneses: no evitar el malestar. Si se hubiera tratado de calmar la rabia en un spa en lugar de en las calles no habría sido posible ninguna de las revoluciones que nos han dado los derechos que hoy disfrutamos.» También critica ese mirar para otro lado, esa tendencia a eliminar el malestar enfocándonos en lo positivo, sin hacer nada para cambiar las situaciones que lo producen y que son injustas: «Si tu jefe no te paga las horas extra, no hagas ‘mindfulness’, apúntate a un sindicato».

Lo emocionalmente inteligente y lo socialmente responsable no es erradicar el enfado de nuestras vidas, ni usarlo como distracción o estrategia de manipulación. Tenemos que activar nuestra indignación y nuestro enojo para denunciar y remover todas aquellas prácticas que están vulnerando derechos humanos, generando injusticias e impidiendo una sana convivencia.

¡Indignaos, gritaba Stéphane Hessel[2], luchad para salvar los logros democráticos basados en valores éticos, de justicia y libertad! les decía a los jóvenes de su época para no volver a repetir los horrores de la segunda guerra mundial. Un grito contra el totalitarismo y la barbarie que debemos seguir entonando, porque el enfado y la indignación siguen siendo muy necesarias para acabar con las atrocidades que asolan un mundo, que llamamos desarrollado, pero cada vez es más incivilizado.

Recientemente estamos viviendo una situación que debería ser motivo de un gran enfado mundial. Los talibanes han prohibido, por ley, que las mujeres afganas puedan hablar en público. No les basta con obligarlas a ir cubiertas por entero, tapando su rostro con el velo, sino que también ahora quieren taparles la boca, enmudecerlas, silenciarlas, hacerlas invisibles e inexistentes socialmente. Es una más de las 70 normas que atentan contra la vida, el cuerpo y las decisiones de las mujeres y las niñas en Afganistán. Es una guerra encubierta, un exterminio de la dignidad humana, que, sin embargo, no ha generado una respuesta contundente de la comunidad internacional, a pesar de que compromete seriamente el progreso en todos los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Las mujeres afganas no pueden estudiar más allá de los siete años, deben cubrirse completamente con el burka, no pueden salir sin la compañía de un tutor masculino, tienen prohibido trabajar, poseer dinero o recibir asistencia médica adecuada durante el parto y el posparto y, ahora, además, no pueden hablar en público. Realmente, las mujeres afganas viven en situación de esclavitud, encarceladas en sus hogares. En Afganistán existe un «apartheid de género», ante la pasividad internacional. Cuando el dominio político internacional, el territorio o el petróleo están en juego, cuando el poder y el dinero se enfadan la respuesta no se hace esperar: estalla la guerra; cuando las mujeres, u otras partes vulnerables de la población, son ultrajadas miramos para otro lado, no todo el mundo reacciona con igual determinación, firmeza y dureza. En algunas instituciones se rasgan las vestiduras, pero al minuto las cambian por otras y se olvida.

Tantos cambios, tanta tecnología, tanto ruido en redes sociales nos está anestesiando. Estamos tan acostumbrados a tenerlo todo a golpe de click que nos hemos vuelto cómodos y hasta perezosos. El enfado, a lo sumo queda en denuncia, pero no pasa a la acción. Las palabras se las lleva el viento y con él nuestras esperanzas de construir un mundo mejor. La responsabilidad social no puede quedarse en declaraciones, mediciones y memorias, necesita movilizar a la acción, ser más activista y activadora, más movilizadora. Lo que está ocurriendo en Afganistan es una violación de los Derechos Humanos de las mujeres que requiere tanto enfado e indignación y tanta respuesta como las que estamos viendo con el caso de Venezuela, Palestina o Ucrania. Las mujeres también somos un pueblo y un país que hay que defender.

[1] https://cadenaser.com/nacional/2024/04/29/si-tu-jefe-no-te-paga-las-horas-extra-no-hagas-mindfulness-apuntate-a-un-sindicato-la-reivindicativa-carta-a-la-directora-de-el-pais-cadena-ser/

[2] ¡Indignaos! Stéphane Hessel (2011). Ediciones Destino. Barcelona.

Fuente: https://diarioresponsable.com/

Otras Fuentes
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Tags: Enfado, RSE

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