La democracia es un lugar donde todo se puede ver, donde todo se puede oír. En la democracia es difícil esconderse, todo se transparenta, todo se asoma, todo se observa. La democracia no es un lugar a donde llegar, ni un estatus ni un espacio, sino una actitud y un método. Contrario a lo que se ha creído durante mucho tiempo, la democracia no es un fin en sí mismo, es un sistema de pesos y contrapesos institucionales y es “sólo” un medio para ayudar a entendernos, para facilitar nuestras relaciones políticas y sociales que, entre otras cuestiones, nos proporcionan certezas para la participación y nos corresponsabiliza de los asuntos públicos. Además, la democracia no sólo es un arreglo institucional, ni un entramado de leyes o reglas, sino que, además, fundamentalmente, requiere de demócratas, de ciudadanos.
Las próximas elecciones, por lo menos en México y en Colombia, con sus resultados y los respectivos cambios de gobierno marcarán inevitablemente un punto de inflexión en este proceso de consolidación democrática para el apuntalamiento competitivo de los sistemas nacionales hacia la consolidación de sus respectivas democracias.
Los indicadores internacionales nos sugieren que la gran mayoría de las democracias de nuestra zona están clasificadas como democracias defectuosas. Sistemas democráticos que se caracterizan por una baja cultura política, una baja participación y por la debilidad de sus instituciones. Igualmente, si revisamos los indicadores sobre Gobernabilidad del WEF observamos que otras de las flaquezas para la construcción democrática son los niveles de corrupción y la debilidad de las instituciones que imparten justicia en nuestros sistemas.
Parecería que padecemos históricamente en Latinoamérica de una debilidad institucional generalizada y que ello nos lleva a siempre estar cuestionándonos la viabilidad de nuestros propios países. Que no contamos con instituciones sólidas que dejen ver con certezas las oportunidades de desarrollo y bienestar que pueden alcanzar nuestras sociedades. Sin duda, debemos pensar que, para lograr la construcción de ese sistema democrático deseado, la convocatoria debe ser mucho más amplia, sobretodo mucho más ciudadana, en el ámbito del diseño de contrapesos efectivos ya que una democracia que no da resultados, no sirve para nada.
Debemos de reconocer, cosa que muy pocos análisis han ponderado, que la participación política y su representación pasan necesariamente por una cultura y por prácticas de responsabilidad social. No podemos disociar lo social de lo político en la ciudadanía y su responsabilidad, con el sistema de instituciones. Muy probablemente esa debilidad se deba a que esos ciudadanos suelen ser más habitantes de sus respectivos países que ciudadanos de tiempo completo preocupados por la cosa pública y por el sistema político que constituye las instituciones.
El cambio y perfeccionamiento de nuestros regímenes es parte del reto y no hay que dejar de hacerlo; aunque más decisivo aún es el cambio social. Para que exista una democracia se necesitan demócratas. Cambiar las leyes ya no basta. Se pueden crear, tener reglas más democráticas y de libre mercado, pero si la población –actores de todo tipo- es irresponsable, desapegada a la legalidad, dependiente del Estado y, por tanto, acostumbrada a una cultura autoritaria, es verdaderamente complicado que esos actores sociales que no cumplen con su responsabilidad social, ahora cumplan con su responsabilidad política. Esa sociedad entonces se transforma en el primer obstáculo para el proceso de consolidación de nuestras transiciones a sistemas plenamente democráticos y, obviamente, plenamente socialmente responsables.
El actor social que posee una actitud ciudadana, se responsabiliza de la cuestión pública y de la sociedad cotidiana y permanentemente. Adopta un compromiso de fondo. Un ciudadano es un “socio” del sistema y no sólo un consumidor de políticas públicas o de partidos o de políticos. Es un socio que debe exigir y auditar a esa empresa llamada democracia.
Por eso es primordial la participación ciudadana, la responsabilidad social y la política entendida como una actividad generosa que produce reglas –instituciones- de las que uno dependerá y obedecerá. Las leyes están para respetarse, no para incumplirse. El ciudadano maduro es generoso, democrático y apegado a la legalidad, el inmaduro simplemente no es ciudadano, sino un ente social dependiente de aquellos que se benefician de esa postura pasiva, permisiva y de complicidad. A los autoritarios les conviene siempre contar con individuos que esperan que alguien les resuelva la vida, que alguien sea el gran proveedor, y que no existan ciudadanos. Una sociedad democrática y abierta se construye a partir de ciudadanos participativos y responsables de los asuntos públicos y que, además, saben exigir rendición de cuentas a esos representantes.
En otras palabras, no será sino hasta que el ciudadano común haga suya la política y no sólo se la deje a los “políticos”, que se podrá decir que se ha comenzado un proceso serio de cambio de régimen y transición democrática. La política debemos “privatizarla”. La política la han “estatizado” los políticos. Una democracia se caracteriza por contar con ciudadanos-políticos.
Si de verdad creemos que la democracia es lo mejor que le puede suceder a México y a Latinoamérica, entonces tenemos que participar como ciudadanos de tiempo completo contribuyendo a generar respeto a la institucionalidad. No debemos, como demócratas, ser cómplices de los agoreros del desastre y de aquellos que les interesa que ninguna institución funcione y valga en nuestro sistema. Caer en ese juego sólo beneficiará a aquellos que lo que menos quieren es un sistema democrático.
Es forzoso reconocer la valía de las instituciones políticas porque avalan y dan certeza al actuar social, político y económico en cualquier país. Pero los ciudadanos también tenemos que reconocer que, si no “privatizamos” la política y no nos hacemos cargo de los problemas sociales, entonces no nos podremos quejar del actuar de los “políticos”.
Un ciudadano socialmente responsable e informado no se deja engañar, naturalmente es participativo. Exige, demanda y colabora en la toma de decisiones de orden público porque él así mismo se considera como “socio” de ese sistema llamado democracia. Un ciudadano mal llamado así, es simplemente un habitante más de cualquier país. Es un sujeto al que hacen con él lo que quieren porque los que pueden, sin duda maximizarán sus propios intereses a costa de la indiferencia y apatía de ese personaje que no ejerce su naturaleza, la naturaleza política. Y para que no nos preguntemos dónde están los ciudadanos, comencemos por interesarnos verdaderamente, haciendo nuestra la política.
Agustín Llamas Mendoza
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