¿Se puede invertir combinando beneficio social y económico?

Mi última visita al cine para ver el documental de Michael Moore «¿Qué invadimos ahora?» ha despertado de nuevo en mí un debate de difícil solución: ¿es posible combinar el beneficio económico con el bien social?
En dicho documental aparecen dos ejemplos de empresas que (presuntamente) tienen incorporado el bienestar de sus trabajadores como parte de su cultura corporativa.
El primer ejemplo es Ducati, empresa italiana fabricante de motocicletas, que como otras compañías del país transalpino pagan a sus empleados el salario íntegro durante las 8 semanas de vacaciones y permite un descanso de 2 horas al mediodía.
La segunda es Faber-Castell, histórica firma alemana fabricante de lápices y estilográficas, cuya política de horario laboral reducido y participación de los empleados en las tomas de decisión sigue el clásico modelo de gestión germánico. Como destaca el documental, dicho modelo contrasta con la manera de hacer de las empresas anglosajonas (especialmente las cotizadas) centrada casi exclusivamente en maximizar el beneficio para el accionista.
Aunque, ¿que los empleados tengan vacaciones pagadas o mayor tiempo libre es necesariamente perjudicial para la rentabilidad económica? Según argumentan ambas empresas, no. De hecho, con mejores condiciones laborales los empleados son más felices, lo que aumenta su productividad y refuerza su lealtad corporativa, atributos que a medio-plazo largo redundan en un mayor beneficio para la empresa.
Desde un punto de vista de inversión el planteamiento es exactamente el mismo: ¿se puede invertir buscando el beneficio social o medioambiental? Durante las últimas décadas han ido surgiendo diversas corrientes a favor de una inversión más responsable con nuestro entorno. Conceptos como la filantropía o la Inversión Socialmente Responsable (IRS) han intentado dar un toque marketiniano a algo que en realidad no sería necesario mencionar explícitamente. ¿Las inversiones que no son IRS son socialmente no responsables? ¿Cómo se determina a qué grupo pertenece una empresa? Precisamente la falta de métricas objetivas es una de las principales desventajas de cualquiera de estas corrientes. Como titulaba una entidad financiera en un informe reciente («midiendo lo inmedible»), a pesar de los esfuerzos de los gestores por establecer métricas de impacto social o medioambiental no existe una metodología comúnmente aceptada.
La última moda en este campo es el denominado impact investing, término que surgió hace apenas unos años y que como sus predecesores ha intentado (con escaso éxito) generar una nueva corriente de inversión socialmente responsable (sin renunciar a la rentabilidad económica) mediante fondos de inversión y carteras gestionadas especializadas. Un ejemplo es el ETF Global Echo ETF (GIVE), cuyo objetivo de inversión es generar una rentabilidad sostenible a largo plazo invirtiendo en acciones y bonos de compañías en sectores eco-friendly como agua, energías limpias, innovación, etc. Para desgracia (o no) de sus inversores, la rentabilidad acumulada de este fondo desde su creación en mayo de 2012, es únicamente del 4,79%, muy por debajo de referencias de mercado como el S&P 500 (14,48%).
Precisamente este ejemplo me permite llegar a una de las cuestiones clave: ¿la inversión socialmente responsable genera más o menos beneficios económicos a largo plazo que una inversión no tiene en consideración este aspecto? Desgraciadamente no hay evidencia clara sobre este asunto. Algunos estudios apuntan que la rentabilidad a largo plazo no es necesariamente superior, aunque tiene más riesgo al haber menos diversificación (generalmente las inversiones se concentran en sectores como energía, tecnología y consumo).
En cualquier caso, ¿es del todo relevante esta cuestión? ¿no debería estar un inversor socialmente responsable dispuesto a sacrificar una parte de su rentabilidad por generar un beneficio social y/o medioambiental? Es un debate interno de difícil solución.
Autor: David Gonzalvo
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